Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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100013
Legislatura: 1871
Sesión: 8 de mayo de 1871
Cámara: Senado
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 27, 416 a 428.
Tema: Contestación al discurso de la Corona.

El Sr. Ministro de la GOBERNACIÓN (Sagasta): Pido la palabra.

El Sr. PRESIDENTE: La tiene V. S.

El Sr. Ministro de la GOBERNACIÓN (Sagasta): Decía yo después de haber oído en la sesión del sábado al Sr. Calderón Collantes: ¿en qué se funda S.S. para creer que ha de llegar tiempo en que tenga que tratarme como ultra conservador? Algo difícil me parece la cosa; pero al cabo no es imposible, porque hemos visto tantos que me tenían por demagogo y han pasado por encima de mí, y ahora me tienen por reaccionario, que yo no extrañaría que llegara un momento en que S. S. siendo conservador, tuviera que tratarme como ultra conservador de la manera que S.S. lo va siendo ya.

Yo declaro con gusto que S.S. ha avanzado mucho en poco tiempo. Ha progresado mucho, y es posible que progrese tanto, que le suceda lo que a otros que estaban detrás de mí y que hoy se encuentran muy adelantados, que antes me consideraban como demagogo y hoy como reaccionario. S.S. ha progresado tanto, que me temo que le haya pasado con sus amigos lo que les sucede a aquellos estudiantes a quienes el bedel les da la noticia de su reprobación diciéndoles: ?Vds. lo han hecho muy bien; pero no han dado gusto a los señores.? Me temo, pues, que el Sr. Calderón Collantes no haya dado gusto a sus amigos; pero todavía me ha confirmado más en mi opinión, acerca de los rápidos progresos que S.S. va haciendo, la conducta que ha observado hoy respecto del Gobierno y el juicio benévolo y cariñoso que ha hecho de la Commune de París.

Todo lo que S.S. ha tenido que decir de la Commune de París es que en la práctica es un poco violenta; pero que las disposiciones que adopta no tienen comparación con las que adopta aquí el Gobierno. S.S. nos ha citado una disposición, en contraposición a otra adoptada por este Ministerio. Pues, Sr. Calderón Collantes, para que su señoría no se forje esas ilusiones, voy ahora a contraponer a la disposición que el Gobierno ha tomado con el clero, pidiéndole el juramento, la disposición que ha tomado la Commune de París por medio de sus delegados. Dice así:

?Atendiendo a que los curas son unos ladrones y los templos cavernas tenebrosas, donde los Bonaparte, los Favre y los Trochu venden al pueblo, los delegados procederán a la prisión de los curas y a la clausura de los templos.?

Me parece que no está bien en labios de S.S. tener una disposición de la Commune, como mejor, más prudente [416] y templada que la que el Gobierno haya podido adoptar con el clero español; pero de esta manera me explico yo el que S.S. me crea ultra conservador. Pierda cuidado S.S.: mucho tiene que andar, no sólo para traspasar, sino para llegar hasta mí; y lo deseo vivamente, porque tendría mucha satisfacción en ir en tan buena compañía. Pero le aseguro, que cuando el viaje es largo y el camino no es bueno, no suele llegar al fin de la jornada el que quiere andarla más deprisa.

El Sr. Calderón Collantes empezó su discurso censurando durísimamente, aunque respetando siempre las personas, la organización del Ministerio, hasta el punto de creer que esta es la causa de la perturbación y malestar del país, de la imposibilidad de la formación de los partidos, y hasta del obstáculo insuperable para el libre uso de la Real prerrogativa en la elección de los Ministros. En ese sentido, decía S.S.:?yo tengo que hacer a este Ministerio, tal como se halla constituido, una oposición sistemática.? Y cuando discurría sobre ese tema con el talento que le distingue, buscando con rara habilidad, pero con más rara y refinada intención, los argumentos que a su propósito conducían, yo me admiraba de oír hablar a S.S. de los partidos, de su manera de ser y de la cosa política, como si en este país no hubiera ocurrido nada de particular, como si una revolución tan radical como la que aquí ha tenido lugar no hubiera traído forzosamente una transformación igualmente profunda y radical en los partidos, revolución que a manera de torrente impetuoso, que destruye cuantos obstáculos se oponen a su paso, socavando y arrastrando las partes altas del terreno y rellenando las bajas, hace variar por completo los accidentes y la configuración topográfica del terreno que le sirve de lecho; así esa revolución radical ha arrastrado y destruido unos partidos, trasformado otros y confundido todos, llegando a variar de tal suerte la manera de ser política de un país, que nadie se encuentra en el sitio que antes ocupaba.

Pues qué, ¿está el Sr. Calderón Collantes donde estaba? ¿Lo estoy yo? ¿Lo está nadie? Estamos, señores, todos, donde la revolución nos ha colocado. Pues bien; si el que estaba delante ahora se encuentra detrás, y viceversa; si vemos a nuestro lado como amigos a los que antes considerábamos como adversarios; y si, por el contrario, vemos a nuestro frente como enemigos a muchos de los que antes eran amigos; si todo en el país ha variado; si se han roto hasta los moldes en que los antiguos partidos estaban vaciados, ¿cómo y por qué quiere S.S. resucitarlos y volverlos a sus mismos puestos, con sus mismas banderas, con sus vicios, con sus virtudes y vaciados en el mismo molde?

¿Dónde está la bandera de la unión liberal? ¿Quién la tiene? ¿Qué era antes? ¿Qué es ahora? ¿Qué puede ser, ya que S.S. ha citado esa fracción política y tanta afición la tiene?

La unión liberal, señores, fue un accidente importante de la política de este país.

Uno de los dos partidos necesarios para la buena gestión de los negocios públicos estaba desheredado del poder; aquella dinastía no tenía predilección al partido progresista; éste se iba separando de aquella dinastía: aquella dinastía mimaba, por el contrario, a otro de los dos partidos que juntos componían los dos indispensables para el mecanismo del sistema representativo. Pero precisamente como al partido moderado le faltase el contrapeso del partido progresista, le faltaba la ayuda del otro partido; porque los partidos, dentro de la legalidad, hostilizándose, se ayudan; porque el vencido va a la oposición a tomar la fuerza y el vigor que perdió en el poder, y en la oposición se fortifica, mientras que el partido vencedor pierde en el poder la fuerza que en la oposición adquirió. El partido moderado, repito, sin el contrapeso del partido progresista, como era consiguiente, se vició, se dividió, se maleó. Y desde este momento, desheredado uno de los dos partidos, viciado y dividido el otro, era imposible la marcha regular y ordenada de la gobernación del Estado, y era inevitable la revolución.

¿Qué fue, pues, la unión liberal? Pues fue un accidente importantísimo en la vida política del pueblo español. Se creó con un noble objeto; con el objeto de ver si podía evitarse la revolución, haciendo compatible la dinastía de un lado con el partido moderado ya viciado, y de otro lado el partido progresista de antiguo desheredado. ¿Consiguió tan noble propósito? Lo consiguió en parte, en cuanto pudo ser éste un paliativo que prolongó un poco la vida del enfermo; pero por causas independientes de los hombres que de uno y otro partido formaron la unión liberal, y que de buena fe creyeron que podían servir de lazo de unión entre los dos partidos y la dinastía, armonía inevitable para la buena gobernación del Estado, pero contra la buena fe de aquellos hombres políticos, no pudo ser la unión liberal más que un paliativo, que si por el momento produjo algún efecto, pronto se hizo ineficaz y se hizo fatal el remedio heroico de la revolución para curar los males, de otro modo incurables, de la Patria. Desaparecida la causa que produjo el partido o la fracción política de la unión liberal, pasado el objeto que dio vida a esa fracción política, ¿qué sería hoy la unión liberal tal como fue y tal como quiere S.S. resucitarla, es decir, como lazo de unión entre los dos partidos políticos que, progresivo el uno, y el otro conservador, vienen a producir la armonía indispensable en el mecanismo representativo.

Y sería además innecesario, porque el lazo de unión de esos dos partidos, porque su inteligencia, su armonía, está en la Corona: la Corona, que sin prevención contra no ni preferencias hacia otro, apelará a éste o a aquel, o a las dos, si las circunstancias graves lo aconsejan, y siempre guiándose por el barómetro de la opinión pública.

Pues lo que yo digo de la unión liberal, digo de los demás antiguos partidos políticos, con sus antiguas banderas y su antigua manera de ser. O aquí no hemos hecho nada más que cambiar de nombre, o hemos trasformado por completo la organización y la manera de ser de los antiguos partidos.

Pero decía el Sr. Calderón Collantes: ¿Para que la coalición en el Gobierno? Yo he comprendido la coalición durante el período constituyente. Entonces se reunieron los tres partidos liberales del país para hacer una revolución; la hicieron; pero no basta derribar: si necesaria fue la unión para derribar, necesaria lo fue para construir, han construido ya, pues sepárense, desaparezca la unión, y que cada uno vuelva a ocupara su puesto.

¡Ah Sr. Calderón Collantes! De nadie menos que de S.S. esperaba yo ese cargo, que no es ciertamente cargo para el Gobierno. Sí, es necesario para la buena gestión de los negocios públicos, que en épocas normales y tranquilas, en el poder no haya más que una sola [417] opinión política; que haya unidad de miras; pero también es necesario en tiempos críticos, cuando las instituciones fundamentales peligran, que se ayuden todos los partidos y adquieran la responsabilidad o la gloria de la salvación o de la pérdida de los altos intereses de la Patria; entonces vienen naturalmente los Gobiernos de coalición y conciliación.

Esto es tan cierto, que si los Sres. Senadores quieren echar una ojeada sobre lo que pasa en las demás naciones de Europa, en casi todas hay hoy Gobiernos de conciliación; porque los Gobiernos, en la mayor parte de las naciones, tienen algo más que hacer que atender a la administración interior de los pueblos; porque la Europa está atravesando crisis terrible; porque los principios fundamentales en casi todos los pueblos están en peligro, y es necesario que todos los partidos políticos que tienen patriotismo en el corazón, se unan para salvar esos principios fundamentales.

Pero todavía, señores, el pensamiento del Sr. Calderón Collantes se hubiera podido llevar a cabo desde el momento que las Cortes Constituyentes dieron por terminada su obra constitucional. Mas ¿por qué no se llevó a cabo este pensamiento? ¡Ah, señores! Yo tengo que decir la verdad, porque la debo siempre a mi país; y si esta ha sido mi costumbre constante como hombre político, hoy tengo un doble y más imperioso deber de obrar así como Ministro de la Corona. Si no se ha llevado a cabo ese pensamiento, no ha sido por culpa del Gobierno; no se ha llevado a cabo porque no se ha hecho la separación, el deslinde de los partidos. ¿Y acaso esta separación no se ha hecho porque vaya en el banco ministerial individuos que no pueden militar bajo una misma bandera? Bien sabe el Sr. Calderón Collantes que no es así.

Llegan para los pueblos los períodos constituyentes, y en esos períodos todo se pone en tela de juicio: todas las ideas, todos los principios, todos los sistemas, todas las formas de gobierno se revuelven, se examinan y se estudian. Los partidarios de unas y otras ideas, de unos y otros principios, de unos y otros sistemas, de unas y otras formas de gobierno, tienen su natural cabida, su lógico lugar en esta época de elaboración y de debate.

Pero la Nación, que es dueña de sus destinos, después de oír a los partidarios de todos los sistemas y de todos los principios, pronuncia su fallo, sin que los partidos que han quedado fuera de su veredicto tengan más que tres caminos que seguir. O se someten a la voluntad de los más, lo cual después de haber hecho todos los esfuerzos posibles para el triunfo de sus principios es lo más prudente; o no queriendo someterse a ese fallo se retiran de la política sin hacer oposición a la voluntad nacional, lo que es digno; o se sublevan contra la voluntad nacional, levantándose en armas y procurando arrancar con la razón de la fuerza lo que antes no han podido conseguir con la fuerza de la razón, lo cual, si bien es criminal, ofrece algo de grande. Pero lo que no es prudente, lo que no es grande, lo que no es digno, lo que no es patriótico, es lo que se ha visto en ciertos hombres, y lo que desgraciadamente estamos presenciando para desdicha del país. Partidos políticos que habiendo concurrido a la obra constituyente, se han revelado después contra la voluntad nacional, o que permaneciendo indiferentes y reservados ante la voluntad nacional, asistiendo, sin embargo, a los comicios, vienen a las Cortes y tomando fuerza y vigor en la legalidad existente, procuran revelarse contra esa legalidad. Pues bien, señores, esta anomalía, esta contradicción, esta falta de patriotismo en ciertos partidos políticos, es lo que tiene verdaderamente perturbado el país; esto es lo que produce ese desasosiego general que por todos se experimenta; eso es lo que constituye el mayor obstáculo entre la libertad y el orden, impidiendo que la confianza llegue a entrar en el espíritu del pueblo.

Porque no hay que hacerse ilusiones; mientras los partidos extremos, faltos de patriotismo, amenacen un día y otro día con derribar las bases fundamentales en que descansan las instituciones políticas del país; mientras que un día y otro día esperen y teman los pueblos nuevas perturbaciones por parte de los que quieren atacar lo que la Constitución y la voluntad nacional no quieren que sea atacado, pretendiendo que desaparezca lo que la voluntad nacional cree indispensable que exista; mientras esos partidos sigan pretendiendo hacer comprender al país que no hemos salido del período constituyente; mientras todo esto no cese, no esperemos que el país esté tranquilo ni que consiga el natural y necesario reposo que tan preciso es para la buena gobernación del Estado. Porque mientras subsistan esos elementos y esas causas, los pueblos se estremecen, los hombres honrados se hacen indiferentes, la gobernación del país es difícil, los Ministros no saben qué hacer y la sociedad, creyéndose perdida, reniega de la libertad.

Pues bien, señores; si esta es la verdad, vamos todos a procurar el remedio en que todos estamos igualmente interesados, porque a todos importa la suerte de la Patria. Hay que decir a los partidos extremos:?Habéis apelado al fallo de la Nación, al fallo de la voluntad nacional, y pues este fallo os ha sido adverso, someteos o resignaos, que a nada más tenéis derecho. ¿No lo hacéis así? Pues entonces sois rebeldes, y los rebeldes no deben ocupar los escaños de los legisladores. No hay que andarse con términos medios. Optar por la legalidad o contra la legalidad. Si con la legalidad, bien venidos seáis; cualquiera que sea vuestro partido discutiremos, combatiremos con vosotros en todas las cuestiones, a excepción de aquello que la Constitución declara inviolable; que en lo demás no ha de faltar libertad.

La historia nos hará justicia, y ya nos hacen justicia fuera. Comparad lo que ha sucedido en otras naciones; comparad lo que en otros casos ha acontecido en circunstancias análogas, y decid si han hecho poco los Gobiernos que se han venido sucediendo desde la revolución hasta ahora. Por eso decía yo al Sr. Calderón Collantes:?Yo soy conservador; vengo siendo conservador desde la revolución acá,? porque vengo formando parte de un Gobierno que ha servido de dique constantemente, contra el cual se han estrellado las tendencias demagógicas que salen a la superficie después de la revolución, ni más ni menos que en los momentos de calma aparecen también en la superficie las escorias que en sus abismos profundos encerraba el mar, y que arroja cuando se encuentra alborotado. Y ha servido de dique, sin el cual posible es, Sr. Calderón Collantes, que hubiera llegado la revolución al término a que ha llegado la Commune de París.

Señores Senadores: ha habido casos desagradables, han ocurrido hechos sensibles. ¿Cómo no han de ocurrir en una revolución tan radical como la que aquí se ha hecho? Pues qué, ¿pueden hacerse revoluciones con la pretensión de no sufrir sus tristes consecuencias? ¡Ah! pues si las revoluciones no fueran en sí mismas un mal; si las revoluciones nos produjeran grandes perturbaciones y desgracias para el pueblo, entonces las revoluciones se harían a cada momento, y muchas veces los [418] pueblos, en vez de sufrir lo que sufren por temor de soportar el mal que ellas traen consigo, se librarían de la carga que sobre ellos pesa por medio de un sacudimiento.

Pero los pueblos, las clases sociales, todo el mundo aguanta y sufre por temor a un propio sacudimiento, hasta que convencidos de que el mal no tiene cura, de que la enfermedad es crónica y no tiene remedio, apelan a un extremo heroico, que convierta en aguda aquella enfermedad lenta y grave, a fin de que les quite pronto la vida o les devuelva pronto la salud.

Pero ¿cuántas contrariedades, Sres. Senadores, no ha atravesado la revolución española, a las cuales no se ha dado importancia porque no han triunfado? Hemos tenido las contrariedades, las dificultades, los obstáculos que han encontrado los demás países y algunas más. Y tan cierto es esto, tan cierto es que algo han hecho los hombres de la revolución, que algo han hecho los Gobiernos que han venido ocupando el banco ministerial, a pesar de los contratiempos que han ocurrido, a pesar de las dificultades que no han podido salvarse muchas veces, y a pesar de los sucesos desagradables que en muchas ocasiones no han podido evitar, tan cierto es, repito, que todo el mundo sabe que el único apoyo, que la única razón de ser de la situación derrocada en septiembre, fue por mucho tiempo el temor del porvenir. Pues ¿no os acordáis, Sres. Senadores, de que mucho tiempo antes de que la revolución material viniera a derribar aquella situación estaba hecha en los ánimos la revolución moral? Pues qué, ¿no os acordáis que por espacio de mucho tiempo el único sostén y apoyo de aquella situación fue el temor del porvenir, la incertidumbre del porvenir, los peligros del porvenir? ¿No os acordáis, Sres. Senadores, de que los hombres políticos, al encontrarse en la calle, en los paseos, en los sitios públicos se decían generalmente estas palabras desconsoladoras:?Esto no puede continuar; con esta dinastía no sé puede gobernar; pero ¿qué vendrá después?? ¿Y qué significaba esta pregunta, sino que se presentían, que se esperaban, que se temían todas estas dificultades, todas estas complicaciones que son naturales en los momentos en que todo se perturba, en que no se reconoce el principio de la obediencia, en que desaparece por todas partes el principio de autoridad?

Se dice, sin embargo, que el Gobierno no ha hecho nada, porque en una ciudad ha habido un pequeño motín; porque unos cuantos han sido apaleados por una institución sin duda creada, sostenida y organizada por el Gobierno, cuyo nombre no debería decir por respeto al Senado; pero que se ha repetido tanto y en todas partes, que tendré que hacerlo: esa institución lleva un nombre vulgar; se llama la partida de la Porra.

Pues bien: a pesar de todas esas dificultades, que son las menores que pueden ocurrir en un momento de perturbación y de revolución, ¿qué ha hecho el Gobierno? ¿Qué ha hecho? Vencer todas las dificultades que se presentían; conjurar todos los sermones que se abrigaban; y por último, vencer todos los obstáculos todas las complicaciones que todo el mundo preveía antes de la revolución. ¿Y cómo lo hizo el Gobierno? Se hizo la revolución y se encontró con una guerra a 1500 leguas de la Península; con una guerra, señores, para la cual era necesario apelar al ya exhausto Erario del Estado, para la cual era preciso enviar numerosos soldados y desprendernos de toda nuestra marina; y cuando nuestros soldados abandonaban la madre patria y se despedían de nosotros con lágrimas cariñosas, cuando nos desprendíamos de la marina, los carlistas se sublevaban en nombre de la legitimidad; los isabelinos trataban de sublevarse en nombre de la restauración; los demagogos se sublevaban y nos atropellaban también por todas partes; y como si todo esto no fuera suficiente, como si las sublevaciones de los carlistas, las conjuraciones de los isabelinos y las perturbaciones originadas por los demagogos no bastaran, todavía los obreros de Cataluña se nos declaraban en huelga y nos amenazaban cada día con un nuevo conflicto; y como si aun esto no fuera bastante, surgieron conatos socialistas en Andalucía, y comunistas en otras partes, siendo atacadas la propiedad, la industria, y todas las clases conservadoras.

Y no obstante, se dice: ¿qué ha hecho el Gobierno? ¿Qué ha hecho? Vencer unas dificultades, conllevar otras, acabar con esas perturbaciones, vencer al carlismo, impedir que estallase la conjuración isabelina, sujetar y contener a los demagogos y progresar en dos años constantemente, desde el momento en que se rompió el dique hasta que el mar alcanzó su calma: eso hemos venido haciendo poco a poco, pero mejorando siempre hasta completar la cúpula del edificio constituyente. Así es que cada día el orden ha venido ganando terreno; y si no, compare S.S. el que se experimentaba en los seis primeros meses de la revolución con el de los seis meses siguientes, estos con los seis meses inmediatamente posteriores, y así sucesivamente, y se convencerá de que el Gobierno ha hecho todo lo que ha podido para conquistar el orden, sin perder la libertad conquistada.

Porque, señores, ya sé que el Gobierno, en un momento dado, puede conquistar el orden; ya sé que puede conquistarlo, a pesar de los partidos políticos. Pero qué hubiera sido entonces de la libertad? No era esa la misión del Gobierno. Se había hecho una revolución en nombre de la libertad, y conquistada ésta, lo que correspondía al Gobierno era buscar la armonía de la libertad con el orden, que es la verdadera libertad, que es el verdadero orden. Desde luego era posible con un golpe de Estado, con un golpe de fuerza, con el golpe de espada brillante, conseguir el orden, pero perdiendo la libertad. ¿Y qué habríamos conseguido? El orden sin la libertad es la amenaza constante del desorden. Entonces, ¿a qué habíamos hecho la revolución en nombre de la libertad? ¿Para qué? Para hacer necesaria otra revolución en nombre del orden; después otra revolución en nombre de la libertad, marchando así este país de oscilación, y todo por poner enfrente uno de otros dos principios que deber estar unidos, y que constituyen la base de la prosperidad de los pueblos.

Pero el Sr. Calderón Collantes que ha estado duro, muy duro contra el Ministerio, no se ha hecho cargo ni de las dificultades, ni de los obstáculos por que han tenido que atravesar en las circunstancias en que se han encontrado, no sólo este Ministerio, sino los anteriores. Pues dicho sea en verdad, la mayor parte de los cargos que S.S. hacía al Gobierno se referían a otros Ministerios, a excepción del suceso que tuvo lugar el otro día en la calle de Alcalá; suceso inevitable, como demostraré después; suceso parecido, y no sólo parecido, sino muy inferior a los que ocurren en las capitales de otros países que pasan por los más civilizados del mundo, en circunstancias análogas y con motivos menos serios; pues no parece sino que nos proponemos siempre desacreditar a nuestro pueblo y a la Nación española, como si para ello no fueran bastantes nuestros enemigos.

El Sr. Calderón Collantes, sin hacerse cargo de todas esas cosas, ha presentado con tan negro colorido una [419] serie de infracciones de ley por parte del Gobierno, y ha expuesto de tal manera su conducta, que seguramente, si eso fuera verdad, el Gobierno sería indigno de permanecer un momento más en este puesto. S.S. sin hacerse cargo, repito, de las circunstancias difíciles porque el Gobierno ha atravesado, en cuyo caso es muy fácil decir que un Gobierno no hace nada o lo hace mal, como lo es al que marcha en ferrocarril echar en cara la tardanza al que tiene que hacer el mismo camino por entre espinas y abrojos; ha ido enumerando diferentes actos del Gobierno, empezando S.S. por las palabras puestas en los labios de S. M. el Rey. Y por cierto que digo de esto lo que decía antes de otro cargo que nos dirigió S.S.; el cargo de conciliación. Pues eso mismo digo respecto del que nos hace por las palabras puestas en boca de S. M. en el primer párrafo del discurso de la Corona.

Al Sr. Calderón Collantes le ha parecido muy extraño que el Rey haya dicho: ?Mientras conserve la confianza de este leal pueblo a quien jamás trataré de imponerme.?

Señores, por más vueltas que he dado a estas palabras ?a quien jamás trataré de imponerme,? no encuentro nada de lo que S.S. ha encontrado, y lo explicaré después. Pero digo que he extrañado mucho en boca de S.S. un juicio tan duro respecto de esas palabras, por que creía que ellas podían aliviar a S.S. de ese gran peso. En efecto, el Sr. Calderón Collantes estaba abrumado, agobiado de un peso, que no podía echar de sí, y parecía que estas palabras le hubieran aliviado de ese peso que tanto le aquejaba.

Señores, era un día de intensísimo frío; por las calles de Madrid, cubiertas de hielo y nieve, no se podía transitar. En estos momentos llegaba el Rey Amadeo I a la estación de Atocha; expúsosele el peligro que había de marchar a caballo, y contestó: ?probaremos: si no se puede marchar, tiempo hay, nos meteremos en un carruaje.? El Rey continuó a caballo y llegó al Palacio de las Cortes, donde prestó el juramento; al salir, volvió a montar para dirigirse al de la Plaza de Oriente.

Pues bien, señores, este acto sencillo y natural que el Rey tenía de antemano acordado infundió tal pavor al Sr. Calderón Collantes, que todo el mundo recordará aquella famosa frase con que quiso significar la importancia que podía tener esto de entrar un Rey a caballo. ?Quizás, decía el Sr. Calderón Collantes, vayáis a traer un Rey demasiado Rey.? Buena falta nos hacía un Rey a caballo, cuando hace mucho tiempo no le teníamos ni a caballo ni a pie. Pero, en fin, parece que S.S. estaba apesadumbrado de que nosotros traíamos un Rey a caballo. Pues bien, ya ve S.S. que el Rey será un Rey a caballo; pero un Rey a caballo para defender los altos intereses de la Patria, para defender la independencia de la Nación española; pero no para imponerse nunca a la Soberanía nacional, ante la cual se considera como el primero y el más sumiso de los ciudadanos.

¡Palabras magníficas en boca de un Rey! No hay manera más sublime ni más propia de manifestar su respeto ala soberanía del pueblo, que las palabras que pronunció el Rey elevado al Trono por esa misma soberanía.

Pero dice el Sr. Calderón Collantes, que no son solo esas palabras; son esas palabras combinadas con otras del último párrafo, que dice así: ?Pero con ayuda de Dios, que conoce la rectitud de mis intenciones, con el concurso de las Cortes que serán siempre mi guía.?

Aquí está el gran inconveniente que hallaba el señor Calderón Collantes. ¿De qué guía cree S.S. que habla el Rey de España, como no sea de la guía de las Cortes? Y da la razón; ?porque han de ser la expresión del país.? A esto voy, Sr. Calderón Collantes.

¿Qué es el último párrafo más que la continuación del primero? En el primero decía: ?yo no he tratar jamás de imponerme a mi pueblo;? y en el último continúa: ?adoptaré por guía el concurso de las Cortes que han de ser la expresión del país.? ¿Pues qué guía ha de adoptar el Monarca para sus determinaciones y para sus acuerdos? ¿Qué quiere decir esto, sino que el Rey, que no quiere imponerse a la voluntad de la Nación, quiere también seguir las aspiraciones de la Nación, realizar sus sentimientos y estar dentro de la Constitución? ¿Y cómo ha de estarlo más que colocándose siempre al lado de las Cortes y no imponiéndose a ellas? Por eso dice el Rey, que éstas serán siempre la expresión de la voluntad de la Nación: eso es lo que debe decir siempre el Rey, porque otra cosa sería fundar unas palabras semejantes, un acto tan patriótico y levantado en la excepción y en el abuso, y porque el Rey debe creer siempre que las Cortes son la expresión genuina de la voluntad del país que las ha elegido; y al manifestarlo así, expresa su deseo y firme voluntad de que esto suceda en cuanto de él dependa.

Por consiguiente, ¿dónde está eso que llamaba tanto la atención del Sr. Calderón Collantes? ¿Dónde está aquí ese mal efecto que han debido producir en todas partes esos párrafos? Sólo le hay en S.S., porque a ello le lleva la exageración. Porque S.S. me ha de permitir que se lo diga: S.S. tiene mucho talento, discurre muy bien, habla elocuentemente, pero incurre en grandísimas exageraciones. Pues bien: con esa exageración que le es tan propia, decía S.S. que este discurso es el más antimonárquico de cuantos se han puesto jamás en boca de un Rey, porque en él hemos convertido la Monarquía hereditaria en Monarquía electiva, que es la peor de todas las formas de gobierno; porque, decía S.S.: ?Yo quiero mejor la república con todos sus inconvenientes que la Monarquía electiva.?

Pero, señores, ¿dónde está eso? Leopoldo de Bélgica era Rey de una Monarquía hereditaria. En estos momentos críticos para su patria se presentó a su país y le dijo: ?No sea yo obstáculo a nada: la Europa está conmovida y si queréis seguir las corrientes que en ella dominan, tened entendido que yo no pretendo conservar mi Trono, que no he solicitado, a costa de la desgracia de mi pueblo; no, haced de vuestra suerte lo que tengáis por conveniente.?

Pues estas palabras dignas y sublimes de un Rey, modelo de Reyes constitucionales, de un Rey que ha sido quizás el más querido de su pueblo, de un Rey que ocupará un lugar envidiable en la historia, esas palabras pronunciadas por aquel Monarca en momentos críticos y en circunstancias apuradas, las ha dicho Amadeo I en momentos tranquilos y serenos, para advertir al pueblo español que en ninguna circunstancia extraordinaria, en ningún momento de apuro o de conflicto para el país será un obstáculo, ni querrá conservar a la fuerza un Trono para el que ha sido llamado, sin solicitarlo, por la voluntad del pueblo. ¡Palabras dignas de un Rey, que aprueban el respeto que tiene a su pueblo! Y hace bien; porque los pueblos devuelven siempre con creces el respeto que los Reyes les tributan.

¿Y qué significan estas palabras? Pues significan que nunca se ha de inspirar más que en los sentimientos de su pueblo, y que por nada ni por nadie hará política personal o de pandilla: significan que no tendrá [420] más camarilla que los Ministros responsables, ni más guía que las Cortes, representación de la voluntad del país, que él debe creer, que cree que son la expresión genuina de esa voluntad; y que, si no lo cree, para eso tiene la prerrogativa de disolverlas; y, por tanto, en último resultado, siempre vendrá a parar a Cortes que representen la expresión verdadera de la voluntad de su pueblo, en las cuales se inspirará para hacer lo que corresponde al Monarca dentro de la Constitución.

Lejos, pues, de censurar esas palabras, lejos de merecer un juicio severo por parte de S.S., debería mirarlas con respeto y consideración, siquiera por el respeto que el Monarca sabe guardad al pueblo que espontáneamente le ha elevado al Trono que tan dignamente ocupa.

Rebatida esta parte del discurso de S.S., me parece, no quisiera equivocarme, porque no soy dado a los apuntes, los tomo y luego no hago caso de ellos, que S.S. se ocupó de las infracciones de la Constitución que el Gobierno ha cometido, declarando en estado de sitio las Provincias Vascongadas.

Se ha pintado con colores tan subidos también esta infracción, se ha puesto al Gobierno de tal manera, que, en efecto, si hubieran pasado las cosas tal como S.S. nos ha dicho, el Gobierno hubiera cometido las mismas faltas que tanto ha criticado en otras administraciones.

Pero, ¿qué ha pasado en las Provincias Vascongadas?

Ante todo, bueno será que se sepa que se trata de una parte del país en que la Constitución no tiene la importancia que tiene en el resto del territorio español; que se trata de un país, que, amante y muy amante de sus fueros, no tiene otra ley fundamental que estos, y ve con desdén, ve con indiferencia y hasta con desagrado la Constitución española, hasta el punto de no querer aceptar la mayor parte de sus preceptos.

La Constitución establece el sufragio universal; y sin embargo, las Provincias Vascongadas se oponen a ese sufragio. Por la Constitución, todos los ciudadanos tienen voto, incluso los sacerdotes, y las Provincias Vascongadas no quieren que los sacerdotes tengan voto. Y de tal manera no quieren que lo tengan, y tanto recelan de las intrigas y de los manejos que en estos casos suelen emplear los sacerdotes, que en el fuero de una de esas cuatro provincias está determinado como regla precisa, que ha sido siempre respetada y sigue siéndolo, que durante las elecciones, ningún vecino, ningún ciudadano pueda, no tratar de elecciones, sino ni aun hablar con el cura; y si se le encuentra hablando con el cura, se le impone una multa de no recuerdo cuántos miles de maravedíes y además se le priva del derecho de votar.

En otras provincias no sucede eso, en otras provincias sucede lo siguiente: Durante las elecciones, ningún cura podrá aproximarse al colegio electoral; no me acuerdo bien en cuántas varas, pero son muchas, a la redonda; sin embargo, en todas ellas, aunque sujeta esta prohibición a diferentes disposiciones, como acabo de indicar, existe el principio rígido y severo de que los curas, no sólo no pueden tomar parte activa, ni parte directa, sino que tampoco pasiva ni indirecta en ninguna elección.

Establece la Constitución que ha de haber ayuntamientos con cierta y determinada organización. Pues bien; las Provincias Vascongadas se resisten a adoptar los ayuntamientos que la Constitución establece.

Ordena la Constitución que ha de haber Diputaciones provinciales de esta o de la otra manera; pues las Provincias Vascongadas no quieren esas Diputaciones provinciales. En una palabra, la Constitución del Estado no es tal Constitución, a menos a gusto, voluntad y placer de las Provincias Vascongadas; y sin embargo, cuando las Provincias Vascongadas se sublevan, entonces se viene aquí a hacer grandes cargos al Gobierno, porque prescinde en parte de esa Constitución que en tiempo de paz no quieren ellos aceptar. Bueno es que se sepa esto para lo que voy a decir.

Señores, conocía perfectamente el Gobierno los planes de la conspiración carlista que se estaba fraguando en aquellas provincias; seguía el movimiento de la conspiración, sabía sus trabajos, vigilaba y seguía a sus agentes; pero respetuoso de las leyes, incluso de la Constitución, que en realidad no es ley, o cuando menos no es ley fundamental en aquel país hasta ahora, el Gobierno tenía las manos atadas y no podía hacer nada contra esos agitadores: veía moverse a los conspiradores, pero no podía cogerles pruebas de la conspiración; y a pesar de lo que el Sr. Calderón Collantes ha dicho de que no se respetan los derechos individuales y de que el Gobierno no favorece la práctica de ninguno de ellos, el Gobierno tiene que cruzarse de brazos, sabiendo quiénes eran los conspiradores, dónde estaban, cómo trabajaban y lo que hacían. Pero unas veces la seguridad individual, otras veces la inviolabilidad del domicilio, en fin, cualquiera de los derechos individuales, se ponían por delante del Gobierno, y el Gobierno nada podía hacer. Sabía el Gobierno que sin más que quebrantar alguno de esos derechos individuales, estaba seguro, segurísimo de que la sublevación abortaría.

Pero si no fuera bastante, todavía tengo en el Ministerio las comunicaciones de las autoridades, así civiles como militares, que le decían al Gobierno: ?La sublevación es inevitable; trabajan con todo descaro; con las leyes comunes no podemos impedir sus trabajos; pero desde el momento en que el Gobierno tome una medida extraordinaria, la sublevación se hace imposible.? Se preguntó a las autoridades:?¿Qué medida extraordinaria creen Vds. necesaria para impedir el mal?? Y las autoridades, que se encontraban en distintos puntos, contestaron, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente, que bastaba adoptar alguna medida enérgica y extraordinaria, aunque no trajese ataque alguno contra las personas ni contra las cosas, y con esto se hubiera evitado la sublevación; porque desde el instante en que se vean las Provincias Vascongadas en estado de sitio, y dispuesto el Gobierno a obrar desde el primer momento con actividad, con la energía y con el rigor que los estados excepcionales llevan consigo, la sublevación y la conjuración no tienen eco, porque todas las personas comprometidas abandonan a los conjurados. Y, señores, el Gobierno fue tan respetuoso a la ley y a la Constitución del Estado, que, a pesar de que ésta no es para aquellas provincias, como he dicho antes, una ley fundamental, tan querida y respetada como lo es para los demás ciudadanos del resto de España; y aun teniendo la convicción de que faltando a ella en aquellas provincias se evitaba la sublevación, y por consiguiente, muchas lágrimas, muchos males, el Gobierno tuvo que cruzarse de brazos, dejó la Constitución vigente en las Provincias Vascongadas, como en el resto del Reino, y la sublevación vino.

Y es bien triste, señores, es bien doloroso para el Gobierno ver que con una medida, sin acarrear disgustos para nadie, y ahorrando muchas lágrimas y sangre puede [421] evitar las sublevaciones y asegurar la autoridad, y tenerse que cruzar de brazos y esperar a que vengan las perturbaciones, las lágrimas y la sangre.

Vino, en efecto, la sublevación con todas sus consecuencias, con las lágrimas y con las perturbaciones que son naturales, y todos los Sres. Senadores saben bien lo que pasó. Nacían donde quiera las partidas de facciosos, y hasta cerca de 12.000 hombres se arrojaron al campo con las armas en la mano. La sublevación empezaba en aquellas provincias con más pujanza que empezó la sublevación que dio lugar a aquella guerra civil que, después de siete años de lucha fratricida, convirtió varias comarcas de España en montones de ruinas y de escombros. Doce mil hombres, señores, aparecieron en distintas partidas: casi todas las Provincias Vascongadas estaban invadidas, y aún amenazaban serlo otras. ¿Y qué hizo el Gobierno? Pues el Gobierno se limitó a tomar las cosas como eran: las Provincias Vascongadas estaban en guerra, y el Gobierno las declaró en estado de guerra. El Gobierno que tuvo que luchar, que tuvo que defenderse, que tuvo que poner en movimiento tropas, ¿qué hizo? Disponer que las autoridades civiles depusieran sus poderes en las autoridades militares, para todo lo que se refiriese al estado de guerra en que se encontraban las Provincias Vascongadas. Las Cortes no estaban reunidas: el Gobierno no podía plantear la ley de orden público, porque según la Constitución del Estado se necesita antes de su planteamiento que las Cortes autoricen al Gobierno para la suspensión de las garantías constitucionales; es decir, para la suspensión del ejercicio de tres o cuatro artículos de la Constitución. No podía por consiguiente plantear la ley de orden público, no teniendo la autorización previa que se necesita para el establecimiento de esa ley.

La sublevación empezó de una manera imponente, como no ha empezado ninguna sublevación, y escudados en las montañas de las Provincias Vascongadas. ¿Qué había de hace el Gobierno? ¿Se había de cruzar de brazos dejando que la sublevación creciera y se extendiera a otras provincias y que llegara a ser, si no invencible, por lo menos el núcleo de una guerra civil larga, costosa y sangrienta? ¡Ah! Buena disculpa hubiera tenido el Gobierno si hubiera hecho eso, para venir después a las Cortes a los dos meses y decir: ?Yo he podido matar esa sublevación en su origen; he podido acabar con esa sublevación del todo; pero como no estabais reunidas y no podíais por tanto dar la autorización para suspender esas garantías constitucionales, allí donde están suspendidas, porque no quieren más garantías que las que nacen de sus fueros; pero como no he podido plantear la ley de orden público, ahora vengo a pedirte recursos y a pedirte medios y decirte que la sublevación se ha extendido hasta el punto de haberse convertido en una guerra civil.? ¡Oh! Gran responsabilidad hubiera tenido un Gobierno que hubiese obrado de semejante modo. Los Gobiernos tienen el deber de echar sobre sus hombros muchas veces grandes responsabilidades, la responsabilidad a que les ligan las faltas que pueda haber en los demás. En momentos extraordinarios, disculparse un Gobierno con que no está autorizado por las Cortes, cuando no se hallan reunidas, es una disculpa propia de Gobiernos cobardes. El Gobierno tiene en ese caso que adoptar todas las medidas que traigan la salvación, para presentarse después con valor a las Cortes, y decir: ?No estaba autorizado, pero esto he hecho: el resultado que ha dado mi conducta ahí lo veis, ahí está; o me absolvéis o me condenáis.?

Pues bien, señores: ¿qué tiene que ver el estado de guerra de las Provincias Vascongadas, en lucha abierta contra el Gobierno con más de 12.000 hombres en el campo, y el que el Gobierno tomase una medida extraordinaria, con los estados de sitio que me arrojaba ayer S.S. al rostro, diciendo que yo había combatido en otros tiempos y en otros Gobiernos? Señores, el partido progresista a que S.S. se refería, ha combatido siempre, combate hoy y combatirá mañana los estados de sitio como medida de prevención, como alardes de arbitrariedad y de fuerza; pero los estados de sitio en propia defensa, los estados excepcionales, cuando la lucha está en las calles y en los campos, los estados excepcionales por perturbaciones y sublevaciones materiales, nunca los ha combatido el partido progresista, ni los combate hoy, ni los combatirá mañana, ni en España, ni fuera de España, ni en parte alguna.

¿Pues qué se hace en Inglaterra desde el momento en que se ve perturbado el orden público por una sublevación material? Suprimir el habeas corpus y poner en estado de sitio aquella localidad. ¿Qué hacen los Estados-Unidos más que cerrar el libro de la Constitución y tratar por medio de disposiciones extraordinarias y con la ley del sable a las provincias que creen que no están sometidas perfectamente a la voluntad de aquella república norte-americana? Pues el Gobierno no ha hecho en las Provincias Vascongadas, ni tanto como hacen los ingleses cuando se encuentran en casos parecidos, ni mucho menos lo que hacen los Estados-Unidos cuando se hallan en idénticas circunstancias.

Sin embargo, señores, según el Sr. Calderón Collantes, este Gobierno es el Gobierno más tiránico, más déspota, más arbitrario que han conocido los tiempos aquí y fuera de aquí. Y la verdad es, que no hay Gobierno por liberal y civilizado que se considere en ningún país del mundo, que no haya hecho bastante más de lo que ha hecho el Gobierno español con aquellas provincias. Al fin y al cabo, se trataba nada menos que de una sublevación reincidente; era la tercera vez que los carlistas se arrojaban al campo; se trataba de una sublevación que llevaba en su nacimiento cerca de 12.000 hombres, de una sublevación que nacía donde tuvo también su cuna la guerra civil, de una sublevación que nacía con más pujanza que aquella. Y sin embargo, ¿qué ha hecho el Gobierno? Ni siquiera aplicar la ley de orden público por consideración a que las Cortes no estaban reunidas. Si yo hubiera sido Ministro de la Gobernación, se hubiera aplicado por entero. Yo no lo era.

Mi digno antecesor creyó que no había necesidad de aplicarla, y no lo hizo; se limitó a aplicar, no ya la ley de orden público, sino un artículo del derecho de la ley provisional de 1868 sobre unificación de fueros, en que se dice que las sublevaciones con carácter militar serán juzgadas por consejos de guerra. En fin, esas fueron todas las disposiciones que tomó el Gobierno con una sublevación que presentaba esos caracteres. ¿Y cuándo la tomó? No como medida preventiva, sino cuando había 12.000 hombres en el campo. Y después de todo, ¿qué hizo con esa sola disposición? Vencer a los ocho días, y después de vencer, no hacer derramar ni una sola gota de sangre, ni una sola lágrima.

¡La tercera sublevación que llevaban a cabo los carlistas! Al fin en la primera podía admitirse que hubiera tenido benignidad, que hubiera usado de indulgencia y perdón; pero era la tercera, y sin embargo, se perdonó a todos. ¿Se puede comparar Gobiernos con Gobiernos, épocas [422] con épocas? ¿Qué sublevación ha visto S.S. con esos caracteres, de esas formas reincidentes como la de que estoy hablando, con esos peligros, al cabo de la cual no haya habido ni una ejecución, ni una sola lágrima? ¡Ah, señores! Habremos podido faltar a la formalidad de cruzarnos de brazos, esperando a que estuvieran reunidas las Cortes a fin de pedir la venia para suspender un artículo de la Constitución; habremos podido faltar a esa formalidad para vencer; pero ¡a cuántas formalidades no hemos faltado para perdonar!

Y el Gobierno, a pesar de los anatemas de S.S.; a pesar de esa oposición fuerte y de esos cargos durísimos que le ha dirigido el Sr. Calderón Collantes, puede presentar el magnífico espectáculo de una sublevación disuelta en ocho días, a pesar de ser tan poderosa y tan defendida por las asperezas de las montañas de las Provincias Vascongadas y de Navarra; y de que, siendo reincidentes y sin arrepentimiento de los sublevados, casi todos hayan vuelto al seno de sus familias, sin que ninguna de ellas tenga que vestir luto ni por hermanos ni por hijos, ni por esposos, ni por parientes, ni por nadie.

Siguiendo el orden de las ideas que S.S. ha establecido en su discurso, viene, me parece que a continuación, la conducta que el Gobierno ha seguido con los generales a quienes ha pedido el juramento al Monarca. También en esto ha estado S.S. tan exagerado como en lo anterior, diciendo que lo que hemos hecho con esos generales no se hace en un país medianamente civilizado, sino en los países bárbaros; y ha empleado hasta la palabra sevicia, como la crueldad más refinada contra esos generales: S.S. está perfectamente equivocado. Yo le aseguro a S.S. que esta palabra, que se suele emplear muy principalmente para significar el trato durísimo y constante que puede dar un marido brutal a su pobre mujer; yo le aseguro a S.S. que hay muchos maridos que, sin necesidad de que se les atribuya que tratan a su mujer con sevicia, la tratan mucho peor de lo que hemos tratado nosotros a aquellos generales; y que hay muchas mujeres que se consideran contentas, que no se quejan del mal trato de su marido, y que, sin embargo, se darían por muy satisfechas con que sus maridos las trataran como nosotros a esos generales. (Risas.)

En todos los países del mundo, y siempre que se ha pedido juramento a la fuerza armada, se han establecido disposiciones muy severas para los militares que se negasen a prestar juramento de obediencia al Monarca; porque si el juramento se ha considerado siempre como una obligación ineludible, ¿cómo no ha de serlo tratándose de la fuerza armada? ¿Y qué otra cosa es el juramento sino el homenaje de adhesión y respeto al Rey, que es el primer magistrado de la Nación, el jefe de los ejércitos, la representación del país, la realización de la voluntad nacional? Pues si los que ciñen una faja y llevan colgada una espada no prestan ese homenaje al Rey, ¿para qué les sirven esa faja y esa espada? ¿Qué quiere decir homenaje y respeto de un general al Monarca? No quiere decir más sino el acto de acatamiento a la voluntad nacional; y el general que se resiste a ejecutar ese acto, no es ni puede ser general del ejército español.

¿Qué es esto, señores? ¿Qué idea tienen esos generales de la faja y de la espada que la Nación les ha entregado, siquiera sea por los méritos que hayan contraído? ¿Creen por ventura que las tienen para servir, no a la Nación, no al ejército español, sino a una idea, a un principio, a una personalidad, a una familia, a una pandilla o a un partido? La prueba de que el Gobierno ha estado en su derecho al exigirles el juramento, es que algunos no lo han prestado. Como hombres políticos, pueden profesar las opiniones que quieran; pero como generales, sólo pueden serlo del ejército español; y como el Gobierno ha entendido que era deber de todo general prestar ese acto de homenaje y de obediencia al Monarca, ha creído ver en su negativa un acto de rebeldía, del cual debían conocer los tribunales competentes; y como éstos los son los consejos de guerra de generales; como había varios generales injuramentados; como no hay bastantes elementos para constituir tantos consejos de guerra como generales; como éstos se encontraban en diversos puntos de la Península, y como no era posible ni conveniente que fuera un consejo de guerra recorriendo todos los puntos de residencia de esos generales, el Gobierno tuvo que tomar una medida expeditiva, que fue formar un consejo de guerra en un punto donde fueran residenciados todos esos generales, excepto aquellos que por su mucha edad o falta de salud no pudieran hacer el viaje; por lo tanto, y estando el Gobierno en su derecho eligiendo el punto que estimara conveniente, eligió al efecto las islas Baleares, porque allí tenía los elementos necesarios para la organización y constitución del consejo de guerra. El Gobierno, pues, no ha faltado a ninguna ley, a ningún derecho ni a nada, ordenando que el consejo de guerra de generales se reunieran en esas islas para juzgar la conducta de los que se habían negado a prestar el juramento.

¿Y cómo fueron esos generales a su destino? ¿Fueron acaso tratados con esa sevicia, con esa crueldad que S.S. lamentaba tanto? No; fueron cuando quisieron, como quisieron y por donde quisieron; hasta tal punto, que hubo general que, teniendo su residencia muy cerca de la localidad en que debía embarcarse, tardó en llegar a su destino cerca de un mes, atravesando antes varias provincias de España; es decir, que aquellos generales fueron, no sólo con la misma libertad, sino con más libertad aun que la que tienen los militares para ira al punto de su destino; porque a éstos, al fin y al cabo se les marca un tiempo determinado. Llegados esos generales a las islas Baleares, dieron sus descargos ante el consejo de guerra, y desde aquel momento, quedaron en libertad para volver a sus respectivos cuarteles. Esta es toda la arbitrariedad, toda la crueldad, toda la sevicia y todo el rigor con que el Gobierno ha tratado a aquellos generales. Compare S.S. lo que ha pasado a otros generales en circunstancias análogas en otros países; compare lo que hubiera pasado aquí en épocas anteriores, y dígame si tiene motivo, razón, ni siquiera pretexto para tratar al Gobierno como S.S. le ha tratado por un hecho semejante.

De la cuestión de juramento de los funcionarios públicos no tengo más que decir, sino que por las Cortes Constituyentes se hizo una ley acordándolo así, y el Gobierno cumple con esa ley. De suerte, que S.S. ataca al Gobierno porque no cumple con las leyes, y cuando cumple con ellas le ataca también. La verdad es que el Gobierno no ha dejado de cumplir ninguna, a pesar de las 12 leyes que dice S.S. ha infringido. S.S. dice que las ha apuntado, pero, o tiene muy mala memoria o muy mala manera de hacer apuntaciones; yo desearía verla, porque demostraría a S.S. que el Gobierno no ha faltado a ninguna.

Ha dicho S.S. que el Gobierno había descuidado en el discurso de la Corona la cuestión de orden público, pero que lo había remediado la comisión. Si en [423] efecto ha sido así, yo me doy por satisfecho; pues a pesar de que S.S. dice que el Gobierno sufre resignadamente los ataques de la comisión, yo los recibo no sólo con resignación, sino como aquel Monarca recibió una vez a un alcalde que venía desalentado a echarse a sus pies y le dijo: ?Señor, han pegado a S. M. una bofetada en el rostro. ? ¡Hombre! Replicó el Rey sobreexcitado; ¿cómo es eso? ? Porque me la ha pegado a mí que soy el representante de S. M.?; con cuya respuesta el Rey, recobrando la calma, contestó: ?Pues ahí me las den todas.? Yo digo lo mismo: ahí me las den todas.

Y viene enseguida la cuestión de la prensa.

Si señoría no ha atacado al Gobierno de S. M., pero sí la legislación a que está sometida la imprenta. Yo no he de discutir con S.S. sobre este punto, con tanto mayor motivo, cuanto que S.S. ha prometido tratar esta cuestión otro día más latamente, y para entonces me reservo tratarla; pero debo decirle que en eso no hay término medio, ni para qué hacerse ilusiones.

O hay delitos de imprenta, en cuyo caso procede natural y lógicamente una legislación especial de imprenta, o no hay delitos especiales de imprenta, en cuyo caso la imprenta queda sometida, como cualquier otro instrumento de acción de la humanidad, a la ley común: porque yo supongo que S.S. no se habrá hecho eco de la vulgaridad nacida de la idea ?de que no hay delitos especiales de imprenta.? ¿No hay delitos especiales de imprenta, se ha dicho? Pues no hay delitos de imprenta. Delitos de imprenta propiamente dichos no los hay; pero sí hay delitos que se pueden cometer por medio de la imprenta. Porque no hay instrumento, no hay medio de acción, no hay recurso de que el hombre pueda valerse en la esfera de la humanidad, por el que no se puedan cometer delitos. Dadme el instrumento más inocente, el recurso más sensato, el medio más sagrado, y con ese medio, con ese recurso, y con ese instrumento se pueden cometer delitos. Por consiguiente, debe quedar sometida la imprenta, como instrumento de acción poderosísimo, a la ley común.

Pues bien; yo digo a S.S. que dado este sistema, que ahora no discuto, de que no hay delitos especiales de imprenta, cuando con ella, como con la palabra, como con un instrumento cualquiera u otro medio de los que el hombre puede valerse en la esfera de su actividad, se pueden cometer delitos, no diré si es o no dura la legislación; eso dependerá del Código penal; pero sí puedo decir a S.S. que en un país donde se escribe como se escribe aquí, no por indulgencia del Gobierno, sino porque hay derecho a hacerlo; que en un país donde todo entra en la jurisdicción de la prensa, donde no hay idea, doctrina, principio ni forma de gobierno que no pueda examinarse y discutirse; en un país donde existe esa legislación, yo digo a S.S. que esa legislación no es tan cruel, ni la peor de las legislaciones a que está sometida la prensa en los demás países del mundo.

Porque en último resultado, ¿qué delitos puede cometer la prensa y por qué delitos se la castiga? Por los delitos contra la seguridad del Estado; por los delitos que pueden cometerse contra la Patria; por los delitos contra la seguridad interior, o sea contra el orden público; por los delitos de esa majestad, y últimamente, por los delitos particulares de injuria y calumnia; fuera de eso, no hay doctrina, ni sistema, ni forma de gobierno, ni teoría, ni principio, no hay nada que no esté dentro del dominio de la prensa.

Pero esos delitos no pueden ni deben cometerse por ningún escritor sensato, siquiera sostenga las doctrinas más absurdas en punto a forma de gobierno.

En cambio existe la libertad de imprenta, siendo tan grande y tan amplia la esfera de acción en que puede moverse, que no hay cuestión, sistema, principio, doctrina ni teoría alguna que no entre bajo su jurisdicción. ¡Y a esto llama el Sr. Calderón Collantes legislación cruel, legislación terrible, legislación peor que la de Rusia! En efecto, el sistema ruso es muy cómodo. Allí no se escribe más que lo que quiere el Gobierno, y en el momento que algún escritor se atreve (que es muy difícil que se atreva) a decir cosas que al Gobierno desagraden, el periódico desaparece y el osado escritor va a pasar el resto de sus días en la deportación. El sistema no puede ser más cómodo para el Gobierno; pero a su vez no puede haber nada peor para el Estado. Y esto me recuerda al mayorazgo de cierto pueblo, que si no era loco enteramente, había dado en la manía de criar y domesticar animales. Vino a Madrid, y llevado de su manía, fue al Circo a ver una función, en la cual se presentaba un magnífico león, a quien el domador obligaba a hacer habilidades. Dentro el domador dela jaula, empezó el león a hacer lo que le habían enseñado; mas acordándose de vez en cuando de ser mas fuerte que el hombre, intentaba arrojarse sobre el domador con la energía propia de su especie, entonces el domador le contenía con un ligero castigo, y el león continuaba haciendo sus admirables trabajos. Los espectadores estaban admirados de tanta habilidad, había uno, sin embargo, que miraba el espectáculo no ya con indiferencia, sino con cierta sonrisa de desprecio. El que estaba a su lado, le dijo: ?Pero hombre, ¿no le admira a usted eso? ? Eso no vale nada. ? ¿Qué no vale nada? ? Yo tengo un león mucho más grande que ese, mucho más arrogante, pero mucho más domesticado y hago de él lo que me place, le paso la mano por donde quiero, le tiro de la melena, hago de él lo que me da la gana, y el león siempre quieto, siempre manso. ? ¿Le habrá usted castigado mucho? ? Jamás, ni tengo necesidad de castigarle. ? Pues eso sí que es habilidad. ¿Cómo lo ha conseguido Vd.? ? La cosa es muy sencilla, he aquí lo ocurrido: me lo trajeron, le corté las uñas, le arranqué los dientes, le arranqué la melena, le puse un bozal, le amarré con cadenas y le encerré en un cepo. Así está el león tan manso y tan tranquilo.?

¿Es que el Sr. Calderón Collantes quiere ver a la prensa como aquel pobre león del mayorazgo, sin dientes, sin garras, amarrado con cadenas y encerrado, sufriendo horribles tormentos? Pues yo no lo quiero así; yo quiero al león con las armas que le dio la naturaleza, con sus dientes, con sus garras, suelto, arrogante, con todo su furor, haciendo estremecer con sus rugidos, siquiera alguna vez haya necesidad de imponerle algún castigo.

El Sr. Calderón Collantes, aglomerando cargos sobre el Gobierno, se ha ocupado de la manera con que el Gobierno impide el ejercicio de los derechos individuales, y entre otros hechos ha traído al debate esta tarde lo ocurrido el día 2 de mayo en la calle de Alcalá. Los señores Senadores que vienen de provincias, que saben bien lo que pasa en los pueblos, que conocen perfectamente lo que sucede en las capitales, se habrán admirado sin duda al oír los labios del Sr. Calderón Collantes que el malestar que siente el país consiste en que el Gobierno perturba el ejercicio de los derechos individuales, impidiendo por medios indirectos este ejercicio. Pero los Sres. Senadores saben bien por experiencia, así los que acaban de llegar de sus provincias como los que se hallaban en Madrid por las cartas de su familia, todos [424] saben, digo, que precisamente sucede todo lo contrario.

El Gobierno no hace nada para impedir el ejercicio de los derechos individuales; el Gobierno no hace, por el contrario, más que favorecer el ejercicio de esos derechos hasta el punto de que no haya perturbación. No puede, pues, decirse que el Gobierno impida su ejercicio y que eso produzca el malestar de los pueblos ni de las provincias; lo que lo produce es el abuso del ejercicio de los derechos individuales; y la mayor parte de los señores Senadores que acaban de venir de sus provincias saben con cuánta razón estoy hablando.

El mismo Sr. Calderón Collantes ha hecho una excursión a Galicia; pero sin duda, ocupado en su elección, no ha podido hacerse cargo de ciertos hechos. (El Sr. Calderón Collantes: No me he movido de Madrid.) No ha salido S.S.; me da lo mismo. Si S.S. hubiese estado en Galicia, es de creer que por el motivo indicado no se hubiera hecho cargo de lo que pasa en las provincias. Pero la verdad es que no sólo en Madrid, sino en provincias, pasa todo lo contrario de lo que ha dicho el Sr. Calderón Collantes. Todo el malestar, repito, consiste en el abuso del ejercicio de los derechos individuales, abuso que estoy resuelto a que concluya. Y vea el Sr. Calderón Collantes cómo tenía razón antes de ayer, cuando decía que me iba a hacer la oposición por ultra-conservador. En mi concepto se abusa del ejercicio de los derechos individuales, y de aquí el malestar del país y esa falta de sosiego y de reposo que el país necesita, a esto se debe el malestar, no como S.S. cree, a que el Gobierno impida el ejercicio de los derechos individuales y emplee medios indirectos para la organización de la llamada partida de la Porra.

Y gracias a Dios que ya hemos sabido lo que es la partida de la Porra: hasta hoy no lo sabía; pero ahora sé lo que es. La llamada partida de la Porra, señores, existe en todas las partes del mundo, en todos los tiempos y en todos los países, ya sean más o menos civilizados que España. ¡Partida de la Porra! ¡Vayan el 5 de marzo algunos insensatos a protestar contra los héroes de Zaragoza! ¡Vayan el 5 de marzo a querer esparcir las cenizas de los que murieron por la libertad de la Patria! ¡Vayan el 5 de marzo a Zaragoza a insultar los huesos de esas víctimas, y se verá salir la partida de la Porra! ¡Vayan a esa misma Zaragoza a predicar el fanatismo y la barbarie contra los que adoran a la Virgen del Pilar; vayan allí con esas predicaciones; nacerá al instante la partida de la Porra! ¡Vengan aquí el día 2 de mayo algunos insensatos a predicar en ese día precisamente protestando contra el heroísmo de los hijos de Madrid! ¡Vayan ese mismo día al sitio donde van todas las gentes, sin distinción de clases ni de partidos, de sexos ni de edades, a rendir un tributo de admiración a los que por la independencia de la Patria derramaron su sangre! ¡Vayan esos insensatos a pedir en ese momento que se derribe la columna que conmemora hechos tan gloriosos! ¡Vayan a decir que Daoiz y Velarde no eran héroes ni vertieron su sangre generosa en defensa de una gran idea, sino como sectarios que eran del despotismo! ¡Vayan a pedir que se esparzan sus cenizas por los aires, y entonces se verá salir como salió la partida de la Porra! (Aplausos.)

¿Pero eso sucede sólo en España? ¿No hay partida de la Porra en ese sentido más que en España? Pues salga S.S. de España, vaya a Inglaterra; y si cuatro insensatos se atreviesen a negar las glorias de Waterloo, a remover las cenizas de los héroes ingleses y escarnecer las glorias de Welingthon, verá S.S. cómo aparece la partida de la Porra. Vaya S.S. a los Estados Unidos, y si hay quien se atreva a manchar la memoria de los héroes de aquella Nación, nacerá la partida de la Porra, que allí tiene un nombre especial que S.S. debe conocer. Vaya en fin a la Suiza, a ese país a que los republicanos nos quieren llevar siempre, país confederado, donde es una verdad hasta cierto punto la confederación; vaya a Ginebra, y allí verá aparecer la partida de la Porra. ¿Cómo? Voy a decirlo a S.S. Hace poco tiempo, señores Senadores, se trató de establecer un Congreso en Ginebra, escogiéndose esta población porque se creyó encontrar allí más libertad que en ninguna parte. Este Congreso se llamó Congreso de la Paz. Cuidado que no se lee un nombre más simpático ni que represente más grande idea. Allí acudieron las celebridades contemporáneas más distinguidas que conoce el mundo.

Fueron allí Garibaldi, Victor Hugo y otras celebridades, no europeas, sino universales, y empezaron las conferencias del Congreso de la Paz. Ahora bien: el pueblo de Ginebra no vio con gusto las conferencias, y las pocas que se celebraron fueron por él tan mal recibidas, que Garibaldi, Victor Hugo y los demás ilustres asociados tuvieron que dejar aquel país y marcharse cada cual a su casa, dándose por satisfechos con haber salido por la puerta, estando como estuvieron expuestos a haber salido por la ventana. Pues también allí hay partida de la Porra.

¿Se puede impunemente lastimar un día y otro los sentimientos más nobles de un pueblo? ¿Se puede todos los días ultrajar instituciones sagradas, escarneciendo recuerdos respetables y respetados?

¿Qué ha pasado en el Dos de mayo? ¡En el Dos de mayo el día de la función! No otra cosa que el deseo de perturbar, el deseo de alarmar, el deseo de producir complicaciones. ¿Y se elige el día 2 de mayo predicar públicamente contra esa gloria nacional, contra sus gloriosos héroes, y para pedir nada menos que el derribo de la columna que los recuerda, para pedir la destrucción del monumento que Madrid tiene levantado a la memoria de aquellos héroes?

El pueblo de Madrid desde que supo la noticia, se exasperó y se creyó con razón lastimado en sus sentimientos. Empezó a reunirse a las cuatro la manifestación, o la asociación, en un café de la calle de Alcalá. La cita era en su mayoría de extranjeros, y los que no eran extranjeros, eran impulsados por extranjeros. Se reunió esa asociación y empezaron sus discursos: la gente que había ido en parte por curiosidad y en parte por indignación, estaba a la puerta de la calle. En este momento venía yo del Dos de mayo, dirigiéndome a mi casa a desnudarme, cuando vi alguna gente un poco más arriba. Pregunté: ¿qué es esto? Diciéndome un guardia que había allí: ?es la manifestación que van a hacer contra el Dos de mayo.? Contesté: ?buena locura está. ? Subí a mi casa, bajé al poco rato, y observé que todavía los que había en la calle no presentaban aspecto hostil, tanto, que pasando yo muy cerca, ni oí, ni nadie me dijo nada; creí que aquellos hombres estaban esperando para ser de los de la manifestación; así es que habiendo allí como unas 200 personas dije: ?pues si la cita es a las cuatro y a estas horas no se han reunido más que los que veo, en el pecado llevan la penitencia; su locura será perfectamente contestada con esta indiferencia del pueblo de Madrid.? Me alegré mucho de ello, y me marché. Volví a las siete y media o a las ocho, ya anochecido; noté que ya había más gente, y me enteré con disgusto de lo que pasaba. Llamé a un jefe de orden [425] público que había allí, y le dije: ?¿qué hay de esto? ? Hay, me dijo, como unos 200 hombres dentro de ese local, que están predicando las cosas más absurdas; por lo que la gente de Madrid se ha indignado, se ha exasperado, y está aquí protestando de lo que dentro se dice. Pero ¿es que pretenden entrar, dije yo? ? No, me contestó; porque respetan la disposición de la autoridad que ha dicho que allí no entra nadie. ? Y los de dentro ¿qué hacen? ? Han salido la mayor parte. ? ¿Cuántos quedan? ? Tres que no quieren salir sin duda por miedo. ? ¿Y a los demás les ha pasado algo? ? Solo a dos o tres que salieron al principio y que, al decirles afrancesados la gente que estaba fuera, contestaron de mal modo diciendo uno de ellos: ?a los afrancesados les llegará un día en que os afrancesen a vosotros,? diciendo esto en tono de amenaza, entonces uno de los que estaban presentes le dio un golpe con un bastón, a cuyo hombre detuvieron los agentes de la autoridad llevándole a la guardia que hay en el Ministerio de Hacienda.?

Tales han sido los hechos, señores, hechos que constituyen un verdadero escándalo; porque es una imprudencia inaudita, una insensatez temeraria, en un día como el 2 de mayo, venir a insultar las cenizas de sus víctimas a la faz de Madrid, ante la faz de los liberales de España. Y en ese día ¿a qué se ha reducido todo? A que no ha pasado nada, a que algunos individuos, sin poder reprimir su indignación, han pegado dos o tres bastonazos a dos o tres de aquellos insensatos.

En cualquier parte hubiera sucedido muchísimo más. ¿Y por esto tanto ruido, y decir que la autoridad no ha tomado disposición ninguna? Pues la autoridad sacó 200 hombres que estaban metidos en el café, sin que, a pesar de la indignación de la gente, hubiese más que dos o tres apaleados, uno de los cuales lo fue positivamente por su propia insensatez; pues sobre la imprudencia de tomar parte en la manifestación, quiso amenazar a los que estaban fuera. ¡Que no ha hecho nada la autoridad! Si la autoridad no hubiera estado allí, ¿sabe S.S. lo que hubiera sucedido? Pues no hubiera quedado ni uno vivo.

Salieron todos antes de anochecer, porque el aspecto hostil y la indignación del pueblo no llegó a manifestarse hasta muy tarde, que en la reunión, que empezaba a las cuatro y media, se pronunciaron algunos discursos, y se discutieron una porción de cosas.

La discusión fue exasperando al pueblo, porque los que allí fuera había, lo que querían era hacer una contra-manifestación, no otra cosa. Mas empezó la discusión a las cuatro y media. Primera proposición: ?mandar una felicitación a sus hermanos de la Commune de París, y aconsejar a los hermanos de los hermanos de París que imiten la conducta de la Commune de París.? Esa fue la primera proposición. Segunda proposición: ?que los monumentos que recuerdan historias nacionales, no son más que monumentos de venganza para los países, o una cosa así, y que era preciso derribar la columna del Dos de mayo, de la misma manera que la Commune de París había acordado derribar la columna de Vendome.? Tercera proposición, o tercer discurso: ?que Daoiz y Velarde eran unos pobres diablos; que habían muerto no por la libertad, sino como sectarios de un César, como sectarios del despotismo, y que nada habían hecho por su Patria.?

Cada vez que se pronunciaba uno de estos discursos, que se pronunciaban en español y en francés, salía uno de los muchísimos curiosos que había allí. Como la entrada era pública, y se daba dinero por entrar, algunos se arrepentían de estar allí, salían, y preguntábanles otros: ¿qué hay, qué hay?? Acaban de declarar, decían, ?que se va a derribar la columna del Dos de mayo,? y el pueblo, naturalmente, se indignaba. Al mismo tiempo los agentes de la autoridad exclamaban: ?tanto peor para ellos, pues con esos absurdos se desacreditan.? La gente se iba saliendo. ?¿Qué hay? Que Daoiz y Velarde no hicieron nada de particular, nada por la Patria; que lo que hicieron fue como sectarios de un déspota.? Señores, una vez y otra vez repetidas estas provocativas palabras, sucedió lo que debía suceder, que los esfuerzos de la autoridad para echar aquella gente fueron en un principio inútiles, y que estalló al fin la indignación.

¿Pero de qué manera estalló? ¿Qué cosas horribles se han cometido allí, qué atentados, qué deshonra a la Nación? No pasó más, como he dicho, sino que cuatro o cinco personas recibieron bastonazos, que, en realidad, y desaprobando yo la conducta del pueblo de Madrid, era lo menos que podía sucederles.

Pero se dice: ?eso no sucede en ninguna parte.? Pues sucede en todas en mucha mayor escala; habiendo yo oído muchas veces que en Inglaterra a lord Welingthon, hombre tan extraordinario, de tan brillante historia y que tantos servicios había prestado en más de una ocasión, le habían estropeado su casa, roto los cristales y armado muchos escándalos a las inmediaciones de su palacio.

Señores, es muy cierto que la autoridad por todos los medios impidió algunas desgracias, que yo hubiera lamentado más que nadie; y para que se vea la fuerza del principio de autoridad y su influencia en las personas, debo decir que hasta los agentes estaban indignados contra la conducta de aquellos insensatos; y no sólo ellos, sino los mismos soldados. La guardia del Ministerio de Hacienda naturalmente, cuando vio que seguían y apaleaban a un hombre, cogió al perseguido, llevándolo al Ministerio. Pues bien: el soldado que prestó este servicio decía después: ?he sentido hacerlo, pues a no ser soldado habría ayudado a castigar al paisano.?

¿Qué es, pues, lo que se quería? ¿Qué después de esas insensatas excitaciones al pueblo, cuando se le atacaba en sus sentimientos más caros, en sus fibras más delicadas, y cuando ese pueblo indignado quiere volver por su honra, que el Gobierno fuese a castigarle? ¿Se pretende que con ese pueblo, justamente indignado y conmovido con predicaciones insolentes y escandalosas (porque escandaloso era lo que se quería), hubiera hecho el Gobierno, en cambio del 2 de mayo, un día de San Daniel? Pues eso no quería ni podía hacerlo el Gobierno, si bien estaba dispuesto a velar por las vidas de aquellos insensatos; así es que cuando llegué y me dijeron que había tres encerrados, y que iba, en efecto, tomando aquello un aspecto grave, dispuse que viniera una escolta de caballería. ¿Pero es que se quería que se retirase la autoridad para matar o apalear a los que estaban dentro? Tanto no esa así, que mandé al piquete de caballería que se retirase, toda vez que no quedando allí más que curiosos y dentro nadie, no habían ningún peligro, al paso que un alarde de fuerza podía producir disgustos y convertir el día 2 de mayo en una noche de San Daniel.

Tenemos, pues, partida de la Porra en todas partes; porque la partida de la Porra, por lo visto, no es más que el extravío de la indignación pública, que no debemos disculpar, pero que se puede y se debe comprender, contra los que sin consideración ni respeto de ninguna [426] especie maltratan y ultrajan a cosas, personas e instituciones que no deben ser maltratadas; y que no contentos con eso, se meten como reptiles en las tumbas, remueven las cenizas de nuestros héroes, insultan nuestras glorias nacionales y pretenden manchar las reputaciones más acrisoladas de nuestra historia, conmoviendo así los sentimientos del pueblo español que, orgulloso de su pasado y atento a su porvenir, da el valor que se merece a la historia de sus preclaros hijos. Esa es la partida de la Porra, que la habrá en Madrid, en Zaragoza, en Barcelona, en todas partes, que no es más que la expresión de la indignación pública ante la falta de consideración a los sentimientos más nobles y levantados del pueblo español.

Me queda que contestar al último punto que ha tratado S.S. acerca del aplazamiento de las elecciones municipales. En esto, como en todo, S.S. ha estado además de exagerado, inexacto.

Supone S.S. que yo he cometido una violación flagrante de la ley y de la Constitución. Supone S.S. que el Gobierno no podía aplazar las elecciones municipales. S.S. supone mal. Para suponer eso, S.S. se funda en un artículo que no tiene aplicación ninguna.

Su señoría suponía el Gobierno estaba en el deber de hacer las elecciones municipales, porque hay un artículo en la ley municipal que dispone que las elecciones municipales se harán en al primera quincena de mayo; pero S.S. no ha reparado que ese es el artículo corriente cuando la ley esté en vigor; es decir, que puesta en vigor la ley municipal y renovados en sus totalidad los ayuntamientos con arreglo a la misma y a la nueva ley electoral, las renovaciones de esos ayuntamientos que han de hacerse por mitad en lo sucesivo cada dos años se verificarán en la primera quincena de mayo. Pero de que ese artículo prescriba al Gobierno que nos suceda el deber de proceder a la renovación por mitad de los ayuntamientos cada dos años en la primera quincena de mayo, no se deduce que el Ministerio actual tenga la obligación de hacer la elección total de los ayuntamientos y la aplicación general de la ley en ese mismo período. ¿Cómo discurre así S.S.? No; el Gobierno puede poner en ejecución la ley cuando lo estime conveniente, empezando por las operaciones preliminares que la misma establece y dentro de los plazos que en ella se fijan. Por eso ahora, terminados ya otros trabajos electorales, empieza a aplicar la ley para que siga en vigor para lo futuro.

¿Quiere S.S. saber cuál es el artículo que autoriza al Gobierno para eso, y que no sólo le autoriza, sino que hasta le impone el deber de hacerlo? Voy a leerlo a S.S.: ?Segunda disposición transitoria: Se autoriza al Gobierno de S. A. para proceder a la elección total de los ayuntamientos con arreglo a esta ley.?

Es decir, que el Gobierno está facultado por la ley para designar la época en la cual han de hacerse las elecciones municipales y provinciales. ?Y para hacerlo, sigue diciendo la disposición transitoria, con arreglo a esta ley (que es la ley electoral) y para dictar las disposiciones que sean necesarias.?

Es decir, que el Gobierno está autorizado para designar la época en que han de hacerse las elecciones municipales; pero como el Gobierno, para hacer estas elecciones, tiene la obligación, no sólo de someterse a las prescripciones de la ley electoral, sino también la de observar las prescripciones que la misma ley municipal establece, una de las cuales es reformar el censo, porque hasta ahora se vienen haciendo esas elecciones con arreglo a la antigua ley, tiene, por consiguiente, el Gobierno que empezar naturalmente por poner en armonía los medios que establece esa ley, a fin de poder llevar a cabo las operaciones electorales.

Eso es lo que ha hecho el Gobierno: preparar el planteamiento de la ley, empezando por ejecutar las operaciones indispensables para llevar a cabo la elección. Y como lo único para lo que la ley no autoriza al Gobierno, antes al contrario, le impone el deber de conservar los plazos, siquiera se hagan en épocas distintas de las que marca la misma ley en los casos ordinarios, resulta que el Gobierno está dentro de la ley, no ha cometido falta alguna, y no tiene necesidad de venir al Senado ni al Congreso a pedir esa autorización para un acto que no solamente puede ejercitar por sí, por estar dentro de la ley, sino que haciéndolo, cumple mejor la ley. El Gobierno cumple con la ley empezando por esas operaciones preliminares y guardando todos los requisitos que marca la ley electoral, con arreglo a lo que la misma ley determina, y de esa manera va ejecutando las operaciones hasta el mes de diciembre, en cuyo mes se renuevan la totalidad de los ayuntamientos, viniendo luego la realización del artículo que S.S. ha leído, y a establecer de una vez en vigor la ley municipal, haciendo entonces la renovación de la mitad de los ayuntamientos en la primera quincena de mayo.

No hay, pues, tal trasgresión, no hay violación de ley alguna, no ha tenido el Ministerio que venir a pedir autorización a las Cortes, sino que está dentro de su derecho ejecutando la ley municipal y empezando por donde debe empezar, por el principio.

Me hacen observar que van a terminar las horas de Reglamento, y a mí no me gusta dejar nada para el día siguiente. Voy, pues, a concluir diciendo a S.S. que para que se realicen pronto las cosas que S.S. ha manifestado con tanta lucidez; para que el Ministerio se componga de un solo partido político, se necesita la ayuda de todos los partidos, se necesita la ayuda de su señoría y de sus amigos. No basta decir: ?vamos a deslindar los partidos; que haya un Ministerio que levante bandera propia, que tenga unidad en los individuos que componen ese Ministerio;? no basta decir esto, si al mismo tiempo hay partidos políticos y hombres políticos que siendo monárquico-constitucionales, que habiendo concurrido al período constituyente, se embozan luego en vacilaciones y se rodean de reservas que no conducen a nada, que no van a nada.

Es necesario, pues, que los partidos verdaderamente constitucionales se ayuden mutuamente; es necesario que cada cual despliegue su bandera dentro de la legalidad existente.

Entonces, naturalmente, por la transformación que los partidos han sufrido, quizá muchos de los que antes figuraban en el partido de adelante figuren luego en el de atrás, o viceversa. Yo no sé dónde figurará S.S., pues no sabiendo ni aun dónde figuraré yo mismo, no puedo decir en qué partido estará S.S. mucho más cuando unas veces por sus palabras parece que ha de estar en el partido radical, y otras se cree que estará en el partido conservador, y quién sabe si a la zaga del partido conservador.

Pero en fin, sea de ello lo que quiera, cada cual se colocará allí donde le llamen sus inclinaciones, sus estudios y su experiencia; cada cual se colocará bajo la bandera que crea más conveniente a los intereses de su país, y todos entonces podremos ser muy amigos, aunque no seamos correligionarios, porque todos marcharemos [427] por el mismo camino, impulsados por el mismo patriótico móvil al mismo fin, a la realización de la libertad en España, al afianzamiento del orden y a la solución de la prosperidad de este país.

Así es, señores, como el país adquirirá el reposo que necesita; así es como llegará a afianzarse la libertad con el orden, y así es como se asentará en firmísimas bases el bienestar y la prosperidad de la Patria.



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